5/2/09

La montaña

Siempre hay largos viajes, los destinos se cruzan una y otra vez y los puertos se vuelven la entrada a las almas confundidas, perdidas en medio de la brisa. Siempre habrá una nueva gaviota que nos reciba, siempre habrá una nueva ola que limpie nuestras huellas cuando queremos dejar nuestra marca. Una y mil veces haremos eternos viajes, esperando, siempre esperando, expectantes a todo aquello que sucede en frente a nuestros ojos, esperando por el último grito del mar ante nuestras súplicas y que nos deje desembarcar para siempre en algún puerto.

Queremos el final del cuento, queremos los perros y los gatos, la casa de recreo, el campo, la mejor vista, queremos la mano perfecta, la sonrisa cómplice y el alma que encaje perfectamente en ese cofre que tanto cuidamos. Cada puerto tiene su propio sabor, su propio color, cada cosa en su lugar, los aromas, las sensaciones, el gusto es diferente, siempre será un mundo completamente nuevo el que se encuentre frente a nosotros y el que siempre vamos a querer descubrir. Al final solamente es el tiempo, eso que siempre va a hacer falta para decir una palabra más o una menos, ese que siempre va a hacer falta para dar un paso atrás o adelante. Al final es solamente el tiempo el que invertimos en recorrer aquellas calles desoladas, esas praderas inmensas llenas de perfumes exquisitos. Es solamente el tiempo, eso que siempre hará falta lo que nos hace caminar una y otra vez por los mismos callejones, buscando siempre la misma sombra, buscando siempre la misma tierra. Caminaremos y caminaremos por los mismos lugares, quizás nuestras huellas ya sean parte de aquél pequeño universo, de todo ese pequeño mundo que se presenta en frente a nosotros con la esperanza de terminar por fin el viaje.

Siempre guardaremos la esperanza de que en cada lugar encontraremos todo aquello que no sabemos por qué estamos buscando, pero lo sentimos. Queremos levantar los pies, disfrutar del sol y la brisa, descansar para siempre, no tener que zarpar de nuevo en busca del destino que nos llama desesperadamente a su encuentro. Y cuando el ocaso comience a encender nuestro fuego, la lluvia se encargará de ahuyentar las escamas del alma, de limpiar las heridas de los ojos, de curar las cicatrices de nuestra sombra. Una vez renazca el día, sentiremos de nuevo ese embriaguez de búsqueda, la ceguera nos guiará al fondo del mar de nuevo, dónde seguramente encontremos esa perla perdida en medio de una montaña de sal, esa que poco a poco se ha ido construyendo gracias a todos los olvidos que hemos acumulado, gracias a esas llamas que expulsamos de nuestra boca, y que ha sido coronada por nuestros suspiros que dejan escapar un poco de nuestra alma. Y ahí nos encontraremos al final del viaje, frente a nosotros mismos, un poco de cada cosa estará ahí, en esa montaña, y simplemente expulsaremos un suspiro más que se pose en lo alto de esa montaña para que sea cada vez más y más como nosotros mismos.

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