21/11/08

Dientes de león

Debo admitir que no tengo las uñas lo suficientemente largas para arañar el alma a los ángeles, y depositarlas en la sombra que han dejado mis huellas. Debo admitir que no tengo las manos lo suficientemente débiles para dejarme llevar por el tiempo y arroparme en medio de la hiel de las lágrimas del sol, del polvo de estrellas, de los suspiros de la luna y de los colores de mis ojos. He abandonado con temor aquellas palabras hostiles que hacían alguna vez temblar a los pocos mortales que se cruzaban en mi camino, y te veo danzando en medio de los charcos, los que ha dejado Dios por su terquedad, esos que ensucian los pies de los caminantes errantes en busca de su destino.

Veo lloriquear a los pájaros en medio de un cielo que ya no es cielo, ni es azul, ni es aire, ni es nada. Y observo felizmente los rostros sonrientes de aquellos inocentes que alegremente van saltando y cantando esas melodías invisibles para los oídos y ojos sordos de aquellos que anhelan desesperadamente una señal incontrolable que los haga libres. Y se alejan cada vez más aquellos ángeles que han acariciado mis pasos y han soplado mi cabeza, quizás guíandome a algún camino no tan desconocido en dónde estaré una y mil veces repetido, observándome siempe del mismo lado, el mismo perfil que ha olvidado a tantos otros como yo y a mí mismo tantas otras veces. Caminaré y me perderé entre los ríos naranja que el sol ha acariciado, esos mismos que han desdibujado una y mil veces tantas siluetas conocidas y otras no tanto que mis dedos han logrado alcanzar y muchas otras que se me han escapado.

Y seguiré contra la corriente, como casi siempre lo he hecho, buscando otra salida diferente, o inventándomela de a poco para lograr atravesar los grandes ríos y poder escapar al mar sin amargura, al mar profundo de unos labios, de unas manos, de los ojos y sonrisas de tantos que se reúnen sin motivo a cantarle al oscuro cielo que los proteje de vez en cuando de sí mismos y de aquél que esta al lado, sospechosamente observando y observando al infinito que se avecina y el destino incierto de la lluvia. Algún día lograré que mis manos puedan acariciar siquiera un poco de la tez de aquellos ángeles que merodean jugueteando con los sueños y pesadillas de los mortales, no sé si logre tener las uñas lo suficientemente largas para arrancarles el alma y guardarla en mi pecho, o debajo de la montaña o si la libere al cielo para que cubra todo el espacio finito entre todos y yo mismo.

Por ahora seguiré caminando frente a mi cristal, ese que me proteje de la lluvia, ese que me aísla de todo aquello que me toca afuera, eso que me quiere hacer daño. Prefiero por ahora quedarme observando los dientes de león que danzan con el aire, que son libres y se dejan llevar por las corrientes de su propio destino, que van cadencialmente de un lado a otro, sin inmutarse y desintegrándose con cada golpe del destino que arrastra sus frágiles brazos y los libera en medio del vacío incontrolable del alma del mundo. Esa misma que espera por mí, que espera que me libere del infinito que se avecina y que así llueve, truene y se rompa el cielo, sea capaz de romper el cristal, dar un paso adelante y hundir su huella en el cuerpo del mundo, tan fuerte que quede marcada para siempre en el alma de todos los hombres. Hasta que llegue el huracán del olvido y pasen mil años para que borre aquellas lágrimas, esa huella, esa mirada, esos mares, esos ángeles y todo no sea más que dientes de león, danzando alrededor del infinito, dejándose llevar por las almas arrancadas del cielo de un lugar a otro, hasta posarse en las mismas manos que los liberó, esas que ahora no son tan fuertes, ni tan débiles, pero que no tienen las uñas lo suficientemente largas para arañar el alma de todos los ángeles.

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