10/10/08

Volver

La lluvia golpea la ventana rítmicamente, se inunda el cristal de alucinaciones acuáticas, de formas distorsionadas de un paisaje perfecto. El cielo gris se cierra cada vez más alcanzando dimensiones surrealistas y acapara los cuerpos indefensos de aquellos que transitan afuera. El viento deja de soplar y se vuelve pentrante, el frío entre por los huesos, consume los nervios e inunda de escalofríos el frágil cuerpo que no tiene defensa alguna ante tal ataque.

Se despejan las dudas, el agua viene y limpia las heridas, se lleva los desechos y la inmundicia dejada y estancada en las canales de la vida. Corre y corre sin parar, así como el tiempo, pasa sin detenerse, nada puede pararla, ella sigue si camino decidida y fuerte y se lleva consigo todo aquello que encuentra en el camino. Hace frío y el paisaje se vuelve la fotografía de aquellos lugares que en sueños hemos visitado, un pantano, un mundanal incierto de pasos inseguros y de peligros debajo de nuestros pies. Se distorsiona el panorama a través de las gotas que se han alojado en la ventana, parece que se van a quedar ahí por siempre, como garrapatas aferradas a una vida dolorosa y placentera, se niegan a morir, se niegan a soltarse y dejarse caer libremente y chocar en el pavimento rudo, fuerte y frio que las espera para hacerlas volar en miles de fragmentos que irán a parar al infinito mundo del más allá, dónde se reunirán de nuevo con sí mismas y volverán a caer, una y otra vez frente a miles de cristales. Quizás para no morir en cuestión de segundos, quizás lo que quieren es echar un vistazo adentro, aferrarse a eso que no pueden ser, dejar su huella ínfima plasmada en la mirada de aquellos que se sientan a mirar a través del cristal, y suspiran, y se alegran, y encienden un cigarrillo y piensan lo bueno que es no estar afuera.

Se distorsiona la realidad por ese ejército de partículas que se aferran con poca fuerza a ese huésped que las acoje sin miedo, a ese huésped que realmente no tiene interés alguno en mantenerlas por mucho tiempo o que se queden eternamente. Así observando el ruido de la lluvia golpear el vidrio, a veces con más fuerza, a veces menos intenso, la vida se pasa, y nos aferramos a lo que fue o pudo haber sido, esa historia que quisimos escribir pero que jamás pudo ser contada. Esa carta que quisimos enviar pero que nunca fue escrita, o nunca enviada. Volvemos como vuelven las gotas a esos viejos cristales, tratando de no caer con tanta facilidad, tratando de aferrarnos a lo innecesario y lo insignificante. Somos gotas de lluvia que de a poco nos vamos deslizando por inercia de esos ventanales inmensos a los que hemos golpeado con intención o por accidente, y miramos al interior y queremos ver y husmear y saber todo lo que sucede, mientras nos mantengamos firmes antes de caer.

La realidad casi siempre se equivoca, porque nosotros vivimos en nuestra propia habitación, mirando a través del vidrio lo que pasa afuera, o lo que pasa adentro, pero desechamos todo aquello que no nos gusta, podemos cerrar y abrir las cortinas a disposición y crear la realidad que no es cruel, que no duele, que no se distorsiona por las gotas de lluvia que caen y caen y nos golpean y nos entran hasta los huesos. La realidad casi siempre se equivoca porque no la creemos nuestra, porque es ajena, es vil, es malvada, es dolorosa, es cruel y mal intencionada y esa no puede ser la realidad. Se distorsiona el mundo cada vez que miramos a través de la visión ficticia de las gotas de lluvia que quedan aplastadas frente al cristal, cambia la perspectiva del andar, los pasos se vuelven moderados y tenemos más cuidado al pensar que camino seguir.

El mundo se oscurece por la nube que nos abriga, el viento deja de soplar pero ataca con más furia por dentro y algunos solo ven llover desde su habitación, sin mirar afuera, sin mirar atrás, solamente se dejan mecer por el estallido dulce de las gotas que atacan como un ejército enfurecido, que viene a removernos a nosotros de esos ventanales a los cuales estamos aferrados. Vienen a limpiar la inmundicia y aquellas esquirlas y heridas que van dejando las huellas del tiempo, esas que nos hacemos cada vez que caemos y golpeamos fuertemente un vidrio para nunca dejarnos caer y aferrarnos a esa distorsión surrealista de la realidad, que a la final quedará solamente plasmada en fotografías como recuerdos que pasarán de vez en vez ante nuestros ojos, mientras caemos lenta o velozmente al feroz pavimento, duro, frío y seco que nos hará elevarnos otra vez, para preparamos para la siguiente caída.

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